ZURRASPAS EN EL ALMA

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Hace ya algunos años, mi amigo Manolo escribió lo que sigue como presentación de los nueve poemas que nuestro ex alumno Juan Salvador Campoy Arrés había colgado en las paredes de un café: “Escribir poesía siempre implica coraje, el coraje de estudiarse uno mismo y trasladar al papel los propios sentimientos y emociones. Es un proceso de autoconfesión, y cualquier confesión supone siempre valentía”. Y más adelante: “Sobre un fondo de amor macerado en introspección, Campoy lucha contra la insuficiencia o la incapacidad del lenguaje para satisfacer su profundo anhelo de comunicación”.
Ha pasado el tiempo. Manolo ya no está con nosotros y Salva ha dejado de ser el adolescente introvertido, solitario, sensible y gran lector que tuvimos en clase. Escogiendo el papel como escudo y eligiendo con cuidado de orfebre las palabras, se ha lanzado sin red a la pista del circo que es la vida, mostrándonos en toda su prístina desnudez el alma, sin importarle que en ella podamos apreciar las pequeñas o grandes zurraspas que le dejó el vivir.
“La otra opción es liarme a sillazos contra las ventanas”, nos dice, y en aras de esa comunicación que tanto anhela, comparte con el lector atento sus miedos, sus fracasos, sus ansias más profundas, sus amores: a la literatura, al cine, a las historia, a la música, a la compañera… en un libro de poemas que ha titulado con el mismo nombre del blog del que es también autor, Zurraspas en el alma.
“Sacudimiento extraño que agita las ideas, como huracán que empuja las olas en tropel”, dice Bécquer que es la inspiración. Y ese sacudimiento transita por las páginas del libro de Salva Campoy, dando lugar a situaciones plenas, pero más a momentos que no llegan a serlo y tornan en versos agradecidos por lo que dicen y por lo que se intuye desearían decir: “¿Cuáles son los trozos que me faltan? No sé, sólo duelen”.
Y queda un aleteo de palabras apenas musitadas: Casi, todavía, veremos, tal vez, pero, yo que …, quizá para lograr aceptarse al fin ya por entero, sin que duelan los trozos que faltan todavía para armar su puzle personal; quizá para no tener que seguir preguntándose: “Cómo volver a ser uno mismo, cómo confiar en uno mismo, cómo quererse a uno mismo, si es eso lo que mata”.
Los poemas de Salva inquietan y conmueven. Inquietan, porque en su profundidad descarnada, en su sinceridad sin vanas florituras, sitúan a la persona que los lee ante sus propias contradicciones, sus miedos y sus pequeños o grandes cambalaches. Conmueven, porque a través de ellos podemos ver claramente el abrupto camino que recorrió el poeta. Un camino que, por fortuna y en palabras de Heidegger: “Lo alejado, el sí mismo propio y el mundo, regresan”.
Regresan, titubeando aún: “No sé si el despertar extremo de mañana traerá esa luz que se nos prometió, o simplemente será oscuridad reconvertida”.
Regresan, a pesar de las dudas: “Pero ya estoy en casa. Faltan cuadros sobre la repisa, faltan platos en la alacena, y hay calcetines, muchos calcetines sin pareja”.
Regresan, aceptando esas faltas, esos huecos que hacen a cada ser humano único y, por lo tanto, inmenso y diferente, hasta el punto de poder afirmar: “No quiero nada, simplemente sabedlo, no más humo, no más niebla, no más. Sólo quiero, nada más”.
Termino con el título del poema que cierra el libro de Salva Campoy, “No te detengas”, integrado por una colección de nombres de personas para él importantes:
No te detengas, Salva, sigue adelante, continua escribiendo. Como la primavera de uno de tus poemas, “decide repetir hasta la victoria”. En aquellos que amamos la poesía, lectores de tu libro, esa victoria ya se ha producido.

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