EL BAR DE LAS GRANDES ESPERANZAS

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Empecé a leer El bar de las grandes esperanzas sabiendo de su autor, J.R. Moehringer, sólo que era norteamericano y había conseguido el Premio Pulitzer por Open, la biografía de Andre Agassi.

Ahora creo que le conozco algo mejor porque en El bar de las grandes esperanzas,  narración autobiográfica, el escritor hace un relato de su vida: Hijo único, abandonadopor mi padre, necesitaba una familia, un hogar. Y hombres. Sobre todo hombres. Los necesitaba para que me sirvieran de mentores, de héroes, de modelos, y como una especie de contrapeso masculino de mi madre, mi abuela, mi tía y las cinco primas con las que vivía.
Esto nos cuenta J.R. Moehringer al empezar el libro, cuando nos habla del lugar en el que encontró a los hombres que buscaba en Manhasset, población en la que residía a veintisiete kilómetros de Manhattan. Ese lugar fue un pub, el Dickens, rebautizado más tarde como Publicans, a pocos pies de la ruinosa casa de su abuelo, frecuente refugio de él, de su madre y de otros parientes acuciados por similares problemas económicos.
J.R. Moehringer entró en contacto con los hombres del Dickens a los 7 años, en el verano de 1972, al ver jugar un partido de sóftbol a  nueve de estos hombres. Su forma de comportarse, su masculinidad, sus risas, la fortaleza que demostraban (su madre la atribuyó a la cerveza que habían bebido), le impulsó a desear conocerlos.
El deseo de entrar en contacto con hombres viene determinado por la ausencia del padre, a quien J.R. Moehringer llama “la Voz”; era locutor radiofónico y él de niño buscaba ansiosamente su voz a través de las ondas.
Con una prosa limpia y fácil de leer que emociona, seduce y atrapa desde la primera página hasta la última, J.R. Moehringer construye lo que algunos llaman ya “la gran novela americana”, porque El bar de las grandes esperanzas recoge acontecimientos acaecidos en Norteamérica, desde la guerra de Vietnam al atentado contra las Torres Gemelas, habla de libros y autores –El gran Gatsby, Scott Fitzgerald- describe instituciones de ese país como la universidad de Yale o el The New York Times, y los personajes que aparecen reflejan un modo de ser y de sentir típicamente norteamericano.
Todo ello centrado en las personas que frecuentan el bar: Steve, dueño del mismo e idealizado hasta el extremo; tío Charlie, que sirve copas, establece relaciones entre afines y se enriquece o empobrece merced a las apuestas; Tommy, jefe de seguridad en un campo de béisbol; Cager, veterano de la guerra de Vietnam; Poli Bod, que patrulla en los puertos y esconde un error de novato que no olvida, etc.
Estos personajes y muchos más aparecen de forma reiterada en el texto, primero vistos con ojos de niño, después de adolescente, adulto que estudia en Yale, chico de las fotocopias en el Times, periodista y escritor al final de la historia del Publicans tantas veces pensada, iniciada, compartida con los asiduos al bar, deshecha y vuelta a rehacer.
Una historia que corre pareja con la propia historia familiar del autor, abuelos, primos, padre y, sobre todo, madre. Una madre a la J.R. Moehringer dedica el libro al comprender por fin que todas las virtudes que él asociaba a la masculinidad –dureza, persistencia, determinación, fiabilidad, honestidad, integridad, agallas- las ejemplificaba ella.
Mientras leía El bar de las grandes esperanzas pensaba en otro libro que habla también de bares, Canta Irlanda de Javier Reverte. En Canta Irlanda incluso las borracheras tienen un tono épico, suavizado por los poemas y las canciones que recitaban o cantaban a voz en grito los parroquianos y que el autor reproduce en el texto.
En El bar de las grandes esperanzas no hay poemas, pero sí frases literarias y canciones, entre otros, de Frank Sinatra, cantante favorito de JR.
Lo que sí se repite en ambos libros es el tono épico que subyace en el fondo y que se manifiesta hasta en las colosales borracheras.  
 

 

 

 

 

 

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