Hoy traigo a Opticks un libro que elegí en la biblioteca de Alpera, lugar en el que paso unos días, porque me sorprendió el nombre del autor en la portada de una obra muy diferente de las que conozco de él.
Se trata de Santiago Posteguillo, del que he leído bastantes novelas históricas y hasta le hice una entrevista con motivo de la publicación de Yo, Julia.
La obra en cuestión, que se titula La sangre de los libros. Enigmas y libros de la literatura universal y está editada por Planeta, no es una novela sino una curiosa y original investigación sobre diversos autores, en ocasiones poco afortunados, de ahí “la sangre”, relacionándolos casi siempre con alguno o algunos de sus libros más emblemáticos.
La mayoría de las historias que relata Santiago Posteguillo se inician sin mencionar al protagonista hasta bien avanzada la trama, lo que supone un reto para el lector que intenta adivinar de quién se trata.
En La sangre de los libros Santiago Posteguillo investiga la vida de treinta grandes de la literatura o de la ciencia en general.
Comienza con Séneca y sus tres condenas a muerte por parte de tres emperadores distintos, de Nerón partió la última y definitiva.
Pero como no es sólo la muerte la que persigue a los distintos personajes, Posteguillo habla también de Lope de Vega y de su arresto por comportamientos no demasiado edificantes; de Pedro Calderón de la Barca, al que no imaginamos colérico, e irrumpe sin miramientos en un convento de clausura en busca del hombre que ha ofendido a su hermano.
La muerte está de nuevo presente en la agonía de Gustavo Adolfo Bécquer, cuando todos pensaban que con él desaparecería su legado literario. “De que pasé por el mundo, quién se acordará”.
La burla y el descaro llegan con el calambur que Francisco de Quevedo dedica a Mariana de Austria: “Entre el clavel y la rosa, su majestad escoja”. A Fernando Pessoa lo descubrimos tras rebuscar entre ochenta y dos personalidades distintas.
La agorafobia de Emily Dickinson da como resultado más de mil ochocientos admirables poemas.
Dante Aligheri esconde los últimos versos de La Divina Comedia, encontrados por fin por sus herederos para beneficio de la humanidad lectora.
Virgilio intenta no perder sus tierras construyendo en ellas la ostentosa tumba de un mosquito.
Johannes Gutenberg peregrina de un lugar a otro solicitando ayuda para un invento que cambiará la historia; no disfruta de sus beneficios y ni siquiera sabemos dónde está enterrado.
Dionisio Ridruejo manifiesta su radical independencia frente a cualquier clase de poder. Agatha Christie ejerce de manera rocambolesca la venganza contra el marido que le pide el divorcio.
DH Lawrence exhibe una estudiada y comprensible falta de pudor en Hijos y amantes.
Robert Louis Stevenson va tras la persona en que ha de representar al maléfico doctor Hyde.
Visitamos a Charlotte Bronte mientras escribe a Monsieur Héger unas cartas que él, un hombre casado, nunca respondió.
Elías Canetti, Premio Nobel de Literatura no olvida a sus antepasados oriundos de Cañete en Cuenca y confiesa: “A veces me siento como un autor español que escribe en alemán. Si leo alguna obra del español antiguo, digamos La Celestina y Los sueños de Quevedo, tengo la impresión de estar expresándome a través de ella”.
Ángeles Mastretta inventa historias para su hija enferma como legado creyendo que no despertará. Unas historias que conformarían después el libro Mujeres de ojos grandes.
Vicente Blasco Ibáñez, al que le piden una novela que conciencie a las gentes sobre los estragos de la guerra y escribe Los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Robert Graves y el inolvidable emperador Claudio. Alexander Pushkin y el sentido del honor que le lleva a la muerte a manos del hombre que cortejaba a su esposa Natalia. Víctor Hugo y las vidrieras incoloras que inspirarán Nuestra Señora de París. Emilio Salgari y los libros de aventuras que todos los jóvenes debieran leer.
Bram Stoker y el nombre de Drácula. Isaac Asimov y el virus del VIH.
Miguel de Cervantes, presente en las reseñas de muchos de los citados, etc.
Esto es sólo un resumen de la riqueza que ha logrado reunir Santiago Posteguillo en La sangre de los libros. Una riqueza que demuestra el excepcional conocimiento que posee de los personajes protagonistas y la admiración que siente hacía la literatura y la creación humana en general.
Ambos aspectos, junto a las reflexiones del autor sobre lo que nos va relatando, contagian al lector y le hacen disfrutar de manera especial con la lectura.