DISTINTAS FORMAS DE MIRAR EL AGUA

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Antes de escribir la reseña de la última novela de Julio Llamazares publicada: Distintas formas de mirar el agua, he pedido a dos personas de mi entorno que la leyeran y me dieran después su opinión. Ambas han coincidido en que es un libro correcto y fácil de leer, en dos horas se terminan sus 187 páginas. He intentado ahondar un poco más en esas opiniones y me han dicho que las reflexiones que recoge son las propias de personas corrientes que viviesen una situación similar. 
¿Por qué he pedido ayuda antes de esta reseña? Sencillamente porque he leído tres novelas de Julio Llamazares: Luna de lobos, La lluvia amarilla y Las lágrimas de San Lorenzo, las tres muy diferentes por los temas tratados, pero con elementos comunes de excelente literatura que hacen inconfundible al escritor leonés: intimismo lírico de enorme belleza en las descripciones (Julio Llamazares inició su carrera de escritor escribiendo poesía), expresión de sentimientos que conmueven al brotar de lo más hondo en situaciones dramáticas, reflexiones de tipo filosófico acerca del tiempo y la memoria, por citar algunos de estos elementos de los que sólo he encontrado atisbos en las últimas páginas de la obra que acabo de leer. De ahí la necesidad que tenía de que alguien corroborase lo que me costaba trabajo aceptar.
 Julio Llamazares en Distintas formas de mirar el agua refiere en parte un acontecimiento que vivió de niño: la desaparición bajo las aguas de su pueblo, Vergamián, al construirse el embalse del río Porma. Cuando el autor tenía 28 años, enterado de que iban a vaciar el embalse con objeto de limpiarlo, visitó el lugar, y el espectáculo que contempló de los restos sumergidos le pareció dantesco.   
Así que el argumento de Distintas formas de mirar el agua gira en torno a ese embalse o pantano que recoge las aguas del Porma; pero el pueblo que se ven obligados a abandonar algunos de sus protagonistas no es Vergamián sino Ferreras, una población más entre las varias de la provincia de León que cubrieron las aguas por completo.
La historia está narrada por dieciséis personajes que se aproximan al pantano para dejar en él las cenizas de Domingo: esposo, padre, abuelo, suegro… (el parentesco aparece en la reflexión de cada uno de ellos), quien, tras abandonar Ferreras con su mujer e hijos e iniciar una nueva vida en las tierras que les vendieron no muy lejos de allí, nunca quiso volver a la zona anegada en la que permanece su antiguo pueblo; no obstante, antes de morir hizo prometer a su familia que arrojarían sus cenizas a las aguas que lo albergaban.
A la historia de Domingo, del que todos hablan muy bien, se unen las de los otros personajes que ellos mismos cuentan en su más o menos larga intervención.
De esta manera el libro se hace repetitivo y lo que se relata, carente de los elementos característicos de la prosa de Julio Llamazares ya reseñados, no despierta el interés del lector ni le conmueve en absoluto. Todo son lugares comunes, vidas planas sin ningún misterio o dramatismo y expresiones habituales que cualquiera podría utilizar.
Insisto en que se salva en las últimas páginas la narración de Agustín, hijo de Domingo, al que los demás consideran un poco retrasado y que, por esa razón, tuvo más contacto con él y de élaprendió que «hay distintas formas de mirar el agua».
En resumen y para terminar, pienso que Distintas formas de mirar el agua no está a la altura de los otros tres libros que he leído de Julio Llamazares. Y continúo sin entender por qué este gran escritor de alta literatura ha contado la historia que contiene de manera tan poco literaria.
 

 

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