EL ESPÍRITU ÁSPERO

0
1878
Tres son los libros que he leído hasta ahora de Gonzalo Hidalgo Bayal. El primero, recomendación de mi amigo Manolo allá por el 2008, se titulaba Campo de amapolas blancas, tenía 110 páginas. El segundo, La sed de sal, lo comenté en Opticks el 11 de junio de 2014, ahí las páginas eran 328. El tercero, de 556 páginas, y que hoy traigo a Opticks, se titula El espíritu áspero.
La alusión a las páginas viene determinada porque considero que Hidalgo Bayal es un extraordinario escritor, al que cualquiera que disfrute con la buena literatura debiera leer. Sin embargo, creo que todo aquel que no esté demasiado acostumbrado a la lectura y pretenda conocer a este autor, si empieza por el libro que he citado el último, sentirá tal complejo de inculto, que no pasará del capítulo uno.
Confieso que yo, que me considero una lectora media, decidí dejar de buscar en el diccionario las palabras que no entendía, cuando ya había completado una hoja por ambas caras.
Una vez que tome esa decisión y deduje el significado del término desconocido por el sentido de la frase en la que se insertaba, pude disfrutar de una novela con un apabullante derroche de recursos estilísticos y una más que apabullante demostración de la cultura literaria, lingüística, idiomática y métrica que Hidalgo Bayal posee.
La acción de El espíritu áspero, que, insisto, exige una lectura sosegada y atenta, se desarrolla en el mismo territorio mítico que La sed de sal. Se trata de lugares al norte de la provincia de Cáceres inventados por el autor extremeño. Allí sitúa la tierra de Murgaños, con ciudades como Murania y pueblos como Casas del Juglar. Todo ese territorio está perfectamente descrito: montañas, ríos, valles, calles y plazas, por las que deambula un conjunto de personajes inolvidables, cuyas personalidades y acciones suelen esconder una crítica social feroz.
Son dos los protagonistas principales de la historia: Don Gumersindo,  Sindo o Sin y Pedro Cabañuelas. Don Gumersindo es un profesor de latín que, al principio del libro, conocemos en el acto de su jubilación. Gran conocedor de las lenguas clásicas, ha escrito sus memorias titulándolas Beatus Ivre. Beatus por el Beatus ille (Dichoso aquel) del poeta latino Horacio e ibre por Le bateau ivre (El barco ebrio) de Rimbaud. Éste será uno de los muchos juegos de palabras que aparecen en el texto y que nos demuestran los conocimientos, imaginación y habilidades técnicas de Hidalgo Bayal.
Pedro Cabañuelas es un joven analfabeto, quizá un delincuente (el Canícula) al que Sindo, en sus tiempos de joven estudiante, enseñó a leer valiéndose del catón y comenzando con un texto que hablaba de la estancia de los cartagineses en la península y sus enfrentamientos con los romanos. De tal forma impactó esta historia a Pedro Cabañuelas, que a los terrenos que iba comprando conforme aumentaba su prosperidad les ponía nombres relacionados con los cartagineses: Trebia, Trasimeno, Cannas…; y sus hijos fueron bautizados como Amílcar, Asdrúbal y Aníbal.
El narrador, joven profesor compañero de Don Gumersindo en el instituto, que ha encontrado por casualidad las memorias de éste, articula el relato en dos tiempos: el pasado de Sin, que conoce por las memorias encontradas  y lo que el viejo profesor le cuenta; y el presente centrado en los alumnos del instituto, entre los que destacan Minerva Cabañuelas, nieta de Pedro, y sus amigos, en especial Valentín Valiente apodado Mente Cato.
En ocasiones, me refiero aquí a lo difícil que resulta resumir determinados libros en el poco espacio de que dispongo, El espíritu áspero es uno de ellos. La narración abarca más de medio siglo de la historia de España. Hay referencias a la dictadura de Primo de Rivera, a la Guerra Civil y la posguerra; memorable resulta la estancia de Sindo en el internado de los padres hervacianos o el juicio al que lo someten ya adulto acusándolo de estar contra el régimen.
Termino la reseña con unos párrafos del discurso que había escrito don Gumersindo para leer en su jubilación, lo que luego no hizo, pero que el narrador trascribe. Después de dividir a los profesores en ínsitos, internos, inversos e inopes, afirma: Yo he aspirado siempre a ser interno, como los acusativos que derivan del verbo, aunque con el paso del tiempo he ido propendiendo cada vez más a la inopia.  Admito que enseñar puede ser agradable cuando el alumno quiere aprender, pero las nuevas pedagogías, inversas, insumisas e insolventes, entienden que aprender es agradable cuando se quiere enseñar. Me jubilo en buen momento, antes de la catástrofe. Firmado: “Sin”.

Dejar respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here