UN VIEJO QUE LEÍA NOVELAS DE AMOR

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El pasado jueves, 16 de abril, murió en Asturias, víctima del coronavirus, el escritor chileno afincado en España, Luis Sepúlveda.
Como creo que el mejor homenaje que se le puede hacer a un autor es hablar de sus obras, hoy traigo a Opticks la más conocida de este escritor, se titula Un viejo que leía novelas de amor.
Un viejo que leía novelas de amor es una novela de sólo 144 páginas; fue publicada en 1989 por la editorial Tusquets y supuso el reconocimiento general a la valía de Luis Sepúlveda y su exitosa entrada en el mundo de la literatura.
El protagonista de la novela citada es Antonio José Bolívar Proaño, “el viejo que leía novelas”. Las leía en El Idilio, un lugar perdido en la selva amazónica ecuatoriana; allí se refugió junto a su esposa, Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento, huyendo del pueblo en el que residieron siempre, con la intención de evitar las murmuraciones supersticiosas que se iban extendiendo a su alrededor, por el hecho de que la mujer no se quedase embarazada.
En El Idilio, la pareja intentó vivir de la tierra, pensando que sería fácil arrebatársela a la selva. No fue posible, Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento murió de fiebres palúdicas y su marido se hizo cómplice de esa selva, contra la que era imposible luchar, y de sus habitantes, los shuar, que lo acogieron como amigo y le enseñaron las estrategias que ellos practicaban para sobrevivir en aquel entorno, brutal y fascinante a un tiempo.
Una serie de circunstancias alteraron la convivencia de Antonio José Bolívar con los shuar, provocando que dejase la selva y se instalase de nuevo en El Idilio. Allí, con ocasión de unas elecciones, pudo comprobar que no se le había olvidado leer. Habló de libros con un fraile que pasó tres días en el poblado y llegó a la conclusión de que el antídoto contra el ponzoñoso veneno de la vejez era la lectura; por lo tanto, debía conseguir libros.
Tras hacerse en la selva con pájaros exóticos y pieles de animales que le permitiesen pagar el pasaje, junto a un peculiar dentista, Rubicundo Loachamín, que llegaba por el río de vez en cuando para cuidar las destrozadas bocas de los escasos colonos y lugareños, nuestro protagonista viajó hasta El Dorado, una población relativamente grande en la que la maestra le dejó revisar su biblioteca hasta descubrir, después de cinco meses enfrascado en lecturas diversas, que lo que deseaba era leer novelas de amor, pero del amor que duele.
De vuelta a El Idilio, el dentista siguió proporcionándole aquella clase de novelas en cada una de sus visitas, logrando así que su vida transcurriese de un modo bastante apacible, a pesar del enfrentamiento soterrado que mantenía con el alcalde, un obeso individuo apodado “la Babosa”. Ese enfrentamiento le llevó a perseguir a una “tigrilla” que atacaba a las personas después de que un cazador hubiese matado a sus crías.
Este resumen de hechos concretos, expresado con la sencillez que requiere el relato, no muestra en absoluto la riqueza de imágenes del mismo y los valores que podemos encontrar en sus páginas: La dignidad del ser humano representada en su protagonista, el respeto a la naturaleza que aprendió de los shuar, la lectura como antídoto contra la soledad y la vejez, la solidaridad con los más vulnerables, la importancia de la imaginación que permite soñar y viajar a lugares idílicos, la necesidad de libertad intrínseca a cualquier ser humano.
A los valores citados se contraponen actitudes y gestos que intentan anularlos y que prefiero descubran los lectores, ya que esta reseña, como he dicho al principio, pretendo que sea un homenaje al hombre que procuró ser fiel a esos valores en Chile con Allende, en Ecuador con los shuar, en Bolivia, en Nicaragua y, a partir de 1997, en Gijón, localidad asturiana que consideraba su hogar, al lado de su esposa, la poetisa, chilena como él, Carmen Yáñez, a la que deseo, aunque no pueda olvidar nunca al amor que duele, sea capaz de, igual que pretendía hacer Antonio José Bolívar, guiar el rumbo de los recuerdos.

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