Hoy traigo a Opticks uno de esos libros cuya lectura sabe a poco, hasta el punto de que buscas enseguida otros del mismo autor, en este caso autora, que sacien de algún modo la necesidad de seguir leyendo páginas similares.
Es lo que me ha sucedido con Estupor y temblores de la escritora belga Amélie Nothomb publicado por Anagrama.
Estupor y temblores recibió en el año 1999 el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa y fue llevado al cine en el 2003.
Amélie Nothomb nació en Japón, donde estaba destinado su padre que era diplomático. Los primeros años de su vida transcurrieron en ese país, lo que influyó de manera notable en el alto valor que otorgaba a ciertos aspectos de la cultura japonesa, como el sentido del honor, la admiración por la belleza apreciable a simple vista, la aparente contención para expresar determinados sentimientos y, por supuesto, la lengua japonesa que domina a la perfección.
De pequeña, la belleza de mi universo japonés me había impactado tanto que todavía me alimentaba con aquella reserva afectiva.
Con este bagaje, una vez terminados sus estudios, buscó empleo en una gran empresa del “país del sol naciente”, la prestigiosa compañía Yumimoto, con el fin de poner en práctica lo aprendido.
En Estupor y temblores relata su experiencia con un lenguaje directo, claro y preciso. Sin florituras ni rodeos, muestra la rigidez del sistema, encarnado en las personas bajo cuyas órdenes la colocan en el piso cuarenta y cuatro del edificio de la compañía y su posición entre ellas.
El señor Haneda era el superior del señor Omochi, que era el superior del señor Saito, que era el superior de la señorita Mori, que era mi superiora. Y yo no era la superiora de nadie.
En Yumimoto el dinero superaba lo humanamente imaginable… Al igual que los ceros, los empleados de Yumimoto sólo adquirían algún valor cuando se situaban detrás de otras cifras. Todos menos yo, que ni siquiera alcanzaba la categoría de cero.
Esa clase de valoración provoca que le encarguen trabajos rutinarios que no sirven para nada, con la sola intención de verla ocupada en algo.
Consciente de ello, por su cuenta y para que el cerebro no se le atrofie, se dedica a tareas como aprender de memoria los nombres de los empleados y sus familiares, servir el té o el café con el ceremonial correspondiente o cambiar los calendarios de fecha.
Pese al interés que muestra en el trabajo, la iniciativa personal no está bien vista en Yumimota y a Amélie-san se le van acumulando los problemas. Hasta que su inmediata superiora, la señorita Mori, la considera únicamente cualificada para limpiar los aseos.
Pasado el estupor iniciar, la primera sensación que experimenté fue de un extraño alivio. La ventaja de limpiar retretes sucios es que uno no puede temer caer más bajo.
Esa progresiva degradación parte de situaciones absurdas, como cuando le ordenan fotocopiar cientos de veces el reglamento de un club de golf u olvidar el japonés aprendido, porque a los dignatarios que visitan la empresa, a los que sirve el té o el café, les molesta que una occidental utilice el ceremonial adecuado y se exprese correctamente en su lengua.
Sin embargo, al presentar esta degradación, la autora no es pesimista ni cae en lamentaciones derrotistas. Todo lo contrario, su forma de expresión está llena de humor. Un humor cruel y sarcástico en una crítica despiadada de la sociedad japonesa.
Página tras página, nada escapa a esa crítica feroz: la situación de la mujer (y del hombre nipón), las relaciones entre los sexos, la jerarquía empresarial, la rigidez del sistema, la educación de los niños, el aspecto físico de los que la rodean, el contraste entre lo que debería ser y lo que es, etc.
En el análisis de una realidad que, en principio, esperaba resultase distinta, se percibe la influencia de la educación católica recibida. Hay referencias a autores que profesan este credo, como Bernanos, a instituciones eclesiásticas como el Carmelo, alusiones al martirio o a la evasión mística y a distintas cuestiones religiosas.
Catolicismo que en este libro se une a la influencia ya comentada de la cultura japonesa que la envolvió en la infancia. Así el sentido del honor que le impide salir de la empresa, pese a todas la vicisitudes negativas que le ocurren, antes de terminar el contrato que firmó por un año. Ahora tenía ante mí la evidencia del despreciable horror de un sistema que negaba todo lo que tanto había amado y, no obstante, seguía siendo fiel a sus valores, en los que ya no creía.
Un ejemplo de ambas influencias lo encontramos cuando llega la fecha en la que finaliza ese contrato. Pasé el día en los retretes del piso cuarenta y cuatro en una atmósfera de religiosidad: llevaba a cabo el más mínimo gesto con la solemnidad de un sacerdote. Casi lamentaba no poder comprobar las palabras de la vieja carmelita: “En el Carmelo, lo difícil son los primeros treinta años”.
Después, como mandan los cánones establecidos por las jerarquías, se va despidiendo de sus respectivos jefes, desde el de mayor rango al de menor, con una retahíla de falsas disculpas que aprende de memoria y le divierten, acompañada de una actitud sumisa igualmente falsa, ya que: El antiguo protocolo imperial nipón establece que uno deberá dirigirse al Emperador con “estupor y temblores”.