EL REINO

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He empezado a leer el último libro de Emmanuel Carrère titulado El Reino con una cierta prevención. Creo conocer el tema que trata y me preocupaba un poco el modo que tendría el escritor francés de aproximarse a él.
Conforme avanzaba en la lectura, la prevención inicial desaparecía y la sorpresa, la sonrisa, el asentimiento, el disfrute y la identificación en muchos casos iban en aumento; voy a intentar explicar el porqué.
Emmanuel Carrère nos cuenta en las cien primeras páginas de El Reino la historia de su conversión al catolicismo. Había cumplido 32 años, atravesaba una época de sequía intelectual, la relación con Anne, su pareja, iba de mal en peor; ambos tenían el alcohol como refugio.
Entonces, por influencia de Jacqueline, madrina suya y ferviente católica, empieza a leer el Nuevo Testamento. Conoce a Hervé, ahijado también de Jacqueline, hablan, se hacen amigos. Las lecturas y las conversaciones con Hervé, una persona espiritual, le preparan para lo que considera su conversión, que ocurre en una iglesia al escuchar el pasaje del Evangelio de San Juan en el que Jesús dice: Cuando eras joven tú mismo te ceñías la cintura e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te la ceñirá y te llevara a donde tú no quieras.     
Durante tres años asiste a misa y comulga todos los días. Se casa, bautiza a sus dos hijos y alterna las visitas al psicoanalista con la lectura del Nuevo Testamento y la escritura de lo que considera su transformación interior.
El deslumbramiento termina. Vuelve al agnosticismo, no sin antes dirigir a Jesús esta especie de plegaria: Te abandono, Señor. Tú no me abandones.
Todo lo anterior lo cuenta Emmanuel Carrère a posteriori, cuando han pasado veinte años y se le ha ocurrido que sería interesante escribir un libro sobre aquella experiencia. Así que esa narración  incluye referencias a escritores cristianos y no cristianos: Ernest Renan, Leon Bloy, Philip K. Dick, Simone Weil, Ediht Stein, Teresa de Jesús, Thérèse de Lisieux, Pascal, Frédéric Boyer, Nietzsche, Passolini…;  a libros, a películas y a momentos que, vistos desde la lejanía, hacen que continúe interesándose por una religión que desde un reducidísimo grupo inicial, al que él llama secta, se ha extendido por todo el mundo.
La segunda parte del libro la inicia Emmanuel Carrére,  ya como novelista e investigador, analizando la figura de Pablo de Tarso, del que dice que era un hombre audaz, convencido de lo que predicaba y radical en sus afirmaciones. Cartas, viajes, problemas, encuentros y desencuentros, doctrina, deseos, enfermedades, aspecto físico…, historia real o novelada, pero que el modo de escribir de Carrère, mezclando escritores de uno y otro signo, teorías políticas, historiadores y filósofos romanos, emperadores, dioses griegos y egipcios y él como coordinador de todo, opinando, reflexionando, muchas veces con un toque de humor, convierte en una lectura ilustrativa y apasionante.
Idéntica técnica utiliza al referirse a Lucas, médico macedonio discípulo de Pablo, autor de un Evangelio  y de los Hechos de los Apóstoles. De nuevo judíos, romanos y griegos aparecen retratados en un fresco genial digno de una película. Nerón, Séneca, Calígula, Vespasiano, Tito Domiciano, la caída de Jerusalén, el asedio a la fortaleza de Masada, la destrucción del templo, la diáspora, el nacimiento de la Iglesia.
Emmanuel Carrère no oculta su admiración ante los relatos de Lucas sobre Jesús, las parábolas, el modo de expresarse: La oveja perdida, Zaqueo, las monedas, el administrador infiel, los discípulos de Emaus; hasta se identifica con la manera de ser del médico macedonio, pese a que en el Evangelio se critique a los “tibios”.
Sin extenderse tanto como al hablar de Pablo y de Lucas, el escritor francés investiga personalidad y obras de otros discípulos: Pedro, Santiago, así como del resto de los evangelistas: Mateo, Marcos y Juan. Del último estudia el Evangelio y el Apocalipsis, sobre el que escribe en la casa de Patmos que se ha comprado con su segunda mujer, Hélène.
El Reino tiene 516 páginas que he leído en dos tardes porque se trata de un libro apasionante desde el principio al fin.
Deslumbra la manera que tiene Emmanuel Carrère de actualizar acontecimientos acaecidos en los primeros siglos de nuestra era. Lo hace en ocasiones mediante cierta provocación, como cuando mezcla a Pablo y a Lucas con el comunismo, o cuando describe lo que experimenta al ver pornografía. Éstos y otros muchos recursos que utiliza logran que en ningún momento el lector, creyente, agnóstico o ateo, pierda interés por la historia narrada.
Una historia que, el autor nos asegura al final del libro, ha escrito de buena fe, consciente de que siendo como es un hombre inteligente, rico, de posición, no lo tiene precisamente fácil para entrar en el Reino del que Jesús habla en el Evangelio.

 

 

 

 

 

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