Pablo Auladell

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Corría el año 2000, se acaban de celebrar en Alicante unas jornadas sobre cómic. Uno de los jóvenes organizadores llevaba en su coche al dibujante que tanto admiraba; camino de la estación a la estación de ferrocarril se detuvieron en un semáforo. Aquel muchacho con barba de becario miraba de soslayo al artista que tanto le fascinaba, con su melena de mago medieval y su macuto. Sentía que algo grande había acontecido en aquella pequeña ciudad con mar, dónde ese tipo de deslumbramientos no solían producirse.

El dibujante era Ricard Castells, que después de veintiséis años  de carrera y numerosos obstáculos había triunfado por fin, obteniendo el merecido reconocimiento en el Salón del Cómic de Barcelona. El joven era Pablo Auladell, que junto a Pedro F. Navarro, Miguel Ángel Díez y Miguel Ángel Bejerano componían el grupo La Taberna del Ñú Azul.  Habían organizado una serie de exposiciones y encuentros entre autores y lectores entusiasmados que duraron varios días, ofreciendo a los alicantinos el regalo de conocer de primera mano el trabajo de grandes creadores y editores como Miguel Calatayud, Sento, Jesús Cuadrado o Paco Camarasa.

La amplitud de miras de aquellos jóvenes de La Taberna, que ya en aquel tiempo desarrollaban un fanzine con fuerte vocación lírica y poética, hizo que una ciudad situada en la periferia cultural del país, pudiese disfrutar de exposiciones inolvidables como la dedicada a Ricard Castells. Así lo recordará el propio Auladell más adelante: “El día que nos llegaron los originales para la exposición, aquellas láminas enormes de Lope de Aguirre, unas acuarelas esenciales y dramáticas, unas viñetas con mucho aire, el azar bien domado, la coreografía de la secuencia de la batalla, una carga de caballería de varias páginas construida con manchas prodigiosamente tiradas…”

Aquella muestra, junto a las palabras de Ricard Castells y el resto participantes en las jornadas, marcaron el camino profesional de muchachos como Pablo Auladell, que obtuvo para su trabajo algunas soluciones que le obsesionaban en su búsqueda como dibujante y que, por aquel entonces sólo andaba intuyendo. Por otro lado, hay que decir también que ese trabajo que desempeñaron los valerosos y energéticos miembros de La Taberna, sirvió como inspiración y ejemplo para que años después, quién escribe estas líneas crease las Jornadas de Cómic de Alicante en 2015, con el objetivo de desarrollar una serie de encuentros entre autores, teóricos y público.

Con estos antecedentes y después de haber sido seleccionado en la edición de 1998, Pablo Auladell consiguió el Primer Premio del Certamen Injuve en el año 2000 con El camino del titiritero. A partir de ahí comenzará una brillante carrera plagada de reconocimientos como ilustrador y autor de cómics, desarrollando algunas de las obras que han contribuido a expandir y hacer más grande el lenguaje de la historieta, como La Torre Blanca (Edicions de Ponent, 2005), Soy mi sueño (Edicions de Ponent, 2008) o El Paraíso perdidido (Sexto Piso, 2016), una monumental interpretación de los pasajes del poema de John Milton.

El dibujante alicantino pertenece a ese grupo de autores que, cuando desarrollan sus propias historias, lo hacen con una maestría técnica que eleva el arte del cómic, utilizando una fuerte carga emotiva en sus imágenes y desarrollando un uso sensorial del color. Todo ello con un claro dominio del trazo y la textura para crear una carga poética que pueda ser percibida por el lector.

 

Pero volviendo al principio, Pablo, ¿Qué lleva a un joven y recién licenciado en Filología Inglesa a introducirse en los alambicados caminos de la ilustración y la historieta?

Es que yo no era un licenciado en Filología que de pronto descubre que lo que le gusta es dibujar. Yo era un dibujante vocacional que dibujaba desde niño, que, desde niño, quería ser dibujante profesional (detalle importante), pero que, tragedias de la vida, (cada uno tenemos la nuestra, hay para todos) nunca estuvo en el paisaje adecuado: entre mis amigos, jamás encontré a ninguno que compartiera mi pasión por el dibujo y los cómics; en mi familia, a nadie se le ocurrió potenciar o apoyar esa vocación, esas aptitudes, más allá de enseñar lo que hacía el niño a las visitas (ahora, cualquier niño/niña garabatea dos monigotes o sopla un silbato con desgana y sus padres lo matriculan de inmediato en una academia de pintura o en el Conservatorio); y, para rematar, yo tampoco es que tuviera una idea formada e informada de esa profesión a la que pretendía dedicar, insensatamente, la vida: no había foros ni redes sociales ni másters de ilustración, y yo vivía en un barrio popular de una ciudad de provincias.

En fin, que estudié esa carrera por hacer algo cercano a mi otra pasión, la palabra, la Literatura, cuando en casa no se mostraron dispuestos a financiarme una carrera artística (había que irse a Valencia a estudiarla, además). No sería hasta los veintimuchos años, cuando conocí a aquellos muchachos de La Taberna del Ñú Azul, que empecé a entender mejor en qué consistía el asunto. A veces pienso qué habría sido de mí si no llego a cruzarme con Pedro F. Navarro, con Miguel Ángel Díez, con Miguel Bejerano… Gracias a ellos empecé a foguearme en los fanzines, fuimos juntos a mostrar la carpetita de dibujos al Saló del Cómic de Barcelona, ampliaron mis lecturas, mi conocimiento de autores esenciales (Pedro contaba con una biblioteca de cómic y Arte apabullante para estas latitudes)… Con ellos pude, por fin, discutir de arte, de literatura, de historieta… Los quiero muchísimo y quizá ni se imaginan lo que les debo, esa generosidad para acogerme en sus filas, el haber aparecido en aquel páramo, en aquella soledad en la que me encontraba.

 

Sé de buena tinta que ellos también te quieren muchísimo y que te están igualmente agradecidos. Ese encuentro con los chicos de la Taberna del Ñu Azul se produce a mediados de la década de los noventa, que no fue precisamente la mejor de las épocas para el cómic español. A la dificultad de vivir en un barrio popular de una ciudad de provincias, los jóvenes dibujantes os enfrentabais a un panorama profesional desolador. Las revistas de cómic, que habían vivido el boom durante la década anterior, entraban en los 90 en una crisis que las haría desaparecer dejando huérfano al público adulto que consumía estas obras de autor. Con ello se produce el éxodo de muchos dibujantes en busca de mercados más favorables, el auge de los fanzines o las revistas autoeditadas, que ofrecían escasas perspectivas económicas para la profesionalización.

Pero ya a finales de la década se produce la creación del Premio Injuve o la aparición de pequeñas editoriales como Edicions de Ponent o Sinsentido. Y creas El camino del titiritero. ¿Qué supuso aquel premio para tí y como fue a partir de entonces tú relación con editores como Paco Camarasa?

Aquel premio supuso la oportunidad de convertirme en profesional, así de sencillo. Era un concurso muy bien organizado que tenía un aliciente clave: el ganador entraba en contacto con una de las editoriales independientes que comenzaban a surgir: De Ponent, Sinsentido, Inrevés… Me di cuenta de que ganar ese premio podía marcar la diferencia entre conseguir ser un profesional o tener que sacarme unas oposiciones a profesor, como sugerían en casa, y languidecer en algún instituto rodeado de bárbaros.

La primera vez que me presenté al concurso, quedé entre los seleccionados, sin premio, pero me invitaron a Madrid, a la exposición de los premiados. Ese viaje fue trascendental, ya que ahí conocí a la gente de Apiv y aprendí en una tarde, viendo sus portfolios y escuchando sus conversaciones, todo lo que yo no sólo ignoraba de la profesión sino que, más grave aún, ignoraba que ignoraba. Regresé a Alicante ardiendo de fiebre, reorganicé mis ejércitos con más criterio (mejor dicho, con un criterio, al fin) y al año siguiente gané el concurso.

Los ganadores podían presentar un proyecto a alguna de las editoriales colaboradoras y, si se lo aceptaban, el Injuve financiaba parte de la edición. De esta manera, un autor joven podía ver publicada su primera obra, la cual cosa sólo unos años antes hubiera sido como de ciencia-ficción, lo explicabas antes tú mismo.

Paco Camarasa, editor de De Ponent, se interesa por mí y me pregunta si tengo algo para mostrarle. Para ser sinceros, no tenía más que un puñado de historietas cortas pero vi claramente que aquella oportunidad no volvería a presentarse y, engañándole un poquitín, le dije que en un par de semanas le enseñaría el storyboard de un tebeo cuyo guión estaba ultimando. Armé aquello no sé bien ni cómo, le gustó y conseguí publicar el primer tebeo: El camino del titiritero.

Hoy, que ha pasado tanto tiempo que incluso hemos tenido que despedirnos de Camarasa, no puedo tener sino un sentimiento ambiguo respecto a su figura y a lo que supusieron este tipo de editoriales. Por una parte, mi agradecimiento a Paco, su confianza en aquel muchacho desgarbado, la libertad que me dio siempre para hacer las cosas a mi gusto, su preocupación por mí… Por otra, los defectos de este tipo de editoriales independientes: su escasa infraestructura (básicamente,  un señor o señora amante de los libros con un ordenador, desde casa, y una imprenta amiga), problemas con la distribución, tirada testimonial, la tardanza en haber vendido mis tebeos en el extranjero, que esa libertad de acción se tradujera en que el tebeo entero dependía de ti (diseño, maquetación, escaneado…) pero que la remuneración fuera la misma que si sólo lo dibujaras… En fin. De hecho, fíjate en qué situación me encuentro ahora que Camarasa ya no está y que nadie se ha hecho cargo de la editorial: soy un Premio Nacional que tiene ahora mismo casi toda su obra de historieta inencontrable y perdida a no ser que otra editorial se haga cargo de los fondos de De Ponent o esté interesada en reeditar mis tebeos.

Curiosamente el Premio Injuve te otorga notoriedad para emprender una serie de trabajos como ilustrador: La feria abandonada (Barbara Fiore, 2013), La leyenda del santo bebedor (Zorro Rojo, 2014) o Pameos y meopas (Nórdica, 2017), ilustrando los poemas de Julio Cortázar. Así nos encontramos con un autor que presenta una voz singular, cuyo estilo parece más influenciado por los maestros italianos del Renacimiento o la primera época de Picasso que por los tradicionales artistas del cómic… ¿Cuáles serían tus referentes o los autores a los que más has admirado?

No es exactamente así, aunque comprendo que así es como se percibe. En primer lugar, el hecho de que se perciban antes influencias pictóricas que de referentes concretos del cómic o la ilustración se debe a que nunca acudo a beber a las fuentes directas (porque así sólo se consigue clonar inútilmente a otros maestros y nunca se oye tu voz) y a que nunca me he posicionado en una moda, con lo que no he hecho las cosas a la manera en que se hacían en un momento concreto.

Al principio sí, claro. Como todos, andaba deslumbrado por grandes autores y me miraba en sus espejos (Giraud, Castells, Dave McKean…), pero pronto me di cuenta de que esa no era la forma de robar los misterios, los fuegos sagrados. No podía ser tan obvio, no consistía en un robo de técnica. Así que mis referentes del cómic o la ilustración son más bien guías, luminarias para caminar por la profesión, pero nunca modelos estéticos directos (Pablo Amargo, Hernández Cava, Mattotti, Del Barrio, Miguelanxo Prado, Joanna Concejo, Isidro Ferrer, Calatayud, Carmen Segovia…). Esos modelos vienen de otro lado, como ahora explicaré.

De las dos maneras que hay, en mi opinión,  de realizar mi trabajo (seguir las tendencias, ir por la autopista: velocidad, inmediatez y ruido; o meterse en un punto concreto de la corriente de un río que viene de muy lejos: sedimento, silencio y lentitud) yo he escogido la segunda para conseguir un aliento poético, un conocimiento poético. Y para ello, lo que me pareció más adecuado fue utilizar una máscara arcaica, porque con ella puedo expresar mejor el alma de las cosas, lo oculto, lo invisible de lo visible. Esa máscara esencial la voy modificando y distorsionando según el proyecto concreto en el que trabajo, se va mezclando con distintos referentes de esa tradición, en ella se van depositando sedimentos de ese río, de manera que, tomando como materia prima todo ese caudal, lo metamorfoseo en algo nuevo. Es por eso que se ven todas esas influencias que citas, pero no en el sentido de querer dar a mi trabajo un aspecto pictórico sino porque en ellas rigen las leyes de la imagen poética que persigo (esas leyes son el robo que he perpetrado): hieratismo, alma, silencio…

 

Hieratismo, alma, silencio.. sin duda son conceptos que percibidos en esa percepción poética, nos remiten a una búsqueda de la pureza en el arte. Sobre la concepción del término Arte decía Ricard Castells: Siempre he estado buscando alguna definición (de Arte) y la encontré hace poco en un ideograma chino. Sirve para Arte y para artesano, para dos cosas. Era exactamente lo que sigue: “Hombre arrodillado, plantando un árbol”. Creo que esto nos debería mover a reflexionar mucho. En el Arte, sobre todo del siglo XX, ni plantamos árboles ni cuidamos. Es una definición que yo creo que da para mucho: se planta un arbolito y a lo mejor sale o a lo mejor no sale… Ese amor hacia la cosa que estás creando, ese respeto. El hombre arrodillado, la mujer arrodillada. Ya no estamos arrodillados.

En este sentido, ¿cual consideras que es tu camino como artista, artesano y cual consideras que debería ser la función del arte, sobre todo teniendo en cuenta los tiempos que se viven tras la postmodernidad, con la cultura de la mercantilización y el espectáculo a la orden del día?

Desde que comencé mi carrera, hace ya casi veinte años, he asistido a innumerables congresos, charlas, reuniones, asambleas y foros donde, invariablemente, se discutía a grandes voces sobre dos cuestiones: Una, la reivindicación constante de que se reconociera la ilustración como Arte Mayor, a la par con la pintura. Y al ilustrador como artista. Recuerden aquel famoso manifiesto de Brad Holland; la otra, el berrinche perpetuo por la desoladora constatación del escaso oro que fluye hacia nuestros bolsillos en comparación con otros profesionales del mundo del libro y, no digamos, del Arte.

Después de haberme sumado en muchas ocasiones, lo confieso, a tamañas disquisiciones donde, desde nuestras soledades federadas, exigíamos poder gritar como el que más, los años transcurridos en primera línea de fuego y el devenir de los acontecimientos me han llevado, sin embargo, a conclusiones más silenciosas: ¿para qué queremos ser algo que hoy en día puede ser cualquiera, literalmente? Si queremos ser distintos, únicos, geniales, respetados, reconocidos… ¿no sería mejor reivindicar al artesano, al que sabe hacer las cosas con excelencia? Si los artistas clásicos se caracterizaban por “saber hacer algo con mayor destreza que los demás” y los modernos por “tener muy buenas ideas”, es decir, si hay una concepción de la labor artística en tanto que “habilidad” y una concepción intelectual y filosófica, encuentro que en el ilustrador se da una síntesis curiosa (cuyo paradigma podría ser, por ejemplo, Isidro Ferrer): mientras en el resto del arte moderno se han quedado en el puro concepto, en la pura idea, en el ilustrador esto se halla aún combinado con la maestría artesanal.

En cuanto a la función del Arte, ya soy lo suficientemente mayor como para haber pasado por distintos espejismos (el Arte comprometido, el Arte como refugio, la Cultura como panacea para curar todos los males, etc.). Últimamente lo que observo es que, décadas de pedagogía atroz y todos esos concursitos de gimnastas vocales han conseguido convencer a la gente de que llevan un niño dentro, un artista, un mundo interior, un poeta, que todos podemos ser muy creativos, etc. Esto puede ser simpático y beneficioso, sin duda, en el campo de la psicología emocional. Hacer manualidades y cosas creativas relaja mucho. Hacer arte, hacer poesía, es otro cantar. El Arte es un mediador, una herramienta de conocimiento del mundo y de nosotros mismos, de los más hondos misterios de la existencia. Decía Gil de Biedma: la poesía es un intento de salvación personal y muy pocas personas lo necesitan y muy pocas lo resisten. La poesía es el espejo de la muerte, lo que pones enfrente de las cosas y ves cómo de verdad son. Así que mi opinión ahora mismo sobre la función del Arte es que sirve para cubrir la necesidad espiritual del ser humano. Pero el poder, sobre todo en nuestras democracias absolutas, ha sustituido astutamente la poesía por el sentimentalismo, con lo que queda absolutamente puesta en valor la rotunda afirmación de Gil de Biedma.

 

Merece especial atención hacer una parada en tu trabajo con Felipe Hernández Cava, uno de los grandes maestros del guion en nuestro país. ¿Como fue vuestra colaboración para la realización de Soy mi sueño?

Soy mi sueño surgió porque Camarasa me propone realizar un tebeo para su colección Mercat y me pregunta que si me apetecería hacerlo junto con algún guionista. Le dije, como quien pide la luna: con Hernández Cava. Y aquella misma noche me llamaba Felipe. A él le apetecía también trabajar conmigo y me comentó que estaba obsesionado hacía tiempo con la historia aquella que contaba Beuys de su accidente en Crimea y de cómo fue rescatado y curado por una anciana chamana tártara; que quería hacer algo partiendo de aquello.

El guión que me pasó Cava era complejo y, a primera vista, realmente férreo, muy detallado, se pedían ahí cosas muy concretas. Pero, al mismo tiempo, yo tenía carta blanca para interpretarlo de la manera que considerase más apropiada, sobre todo porque no se trataba de una historieta de género, como al principio pensé, sino que tenía una carga poética colosal y ahí entraba yo en juego, en cómo dar respuesta gráfica a ese ruido, a esa fantasmagoría, a ese aliento sombrío, descarnado, desesperanzado, que tenía el texto.

Y llegamos al año 2016, año en el que obtienes el Premio Nacional de Cómic por la monumental interpretación que realizas de los pasajes de El paraíso perdido, poema de John Milton. ¿Qué supone para ti este reconocimiento y en qué modo crees que el Premio ha contribuido a mejorar la visibilidad del cómic en nuestro país?

Me parece que el Premio Nacional es el reconocimiento que saca, por fin, al cómic del ámbito de lo infanto-juvenil, algo soñado durante décadas por la gente del medio. Sin embargo, tengo la impresión de que es un premio que a muchos aficionados, e incluso a muchos profesionales, les resulta indiferente. En el sentido de que es percibido sólo como un premio otorgado a la parte intelectual. Siempre me resultó curiosa y tremendamente cómica esta paradoja en la que vive desde siempre el llamado mundo del cómic: años y años lloriqueando en salones, charlas y festivales, clamando por que se reconozca la adultez de ese medio y se le dé estatus de Arte, al mismo tiempo que una parte de ese mundo ignora o desprecia las obras o los logros merecedores de esos atributos.

Y en lo que me toca, el Nacional ha supuesto un par de años de mucha entrevista, de muchas charlas, de ir de aquí para allá, ferias del libro, salones, exposiciones… Pues sí, también mayor visibilidad, muy de agradecer para un autor de mi perfil. Y más ventas, incluso para una obra de estas características. Sin duda es, de mis libros, el más vendido y el que más se ha publicado en el extranjero: ha salido en Francia, Holanda, Inglaterra, USA, Brasil, México, Corea…

En contraposición a esa línea más poética que se ve en muchas de tus obras, a través de una imagen más hiératica (véase La Torre Blanca), también desarrollas un trabajo mucho más dinámico, que podríamos llamar de “acción”, muy visible en trabajos como la batalla final de El Paraíso perdido o la famosa escalera de Odessa en Potemkin

Siempre he pensado que es ahí donde se ven, donde se transparentan aquellas primordiales fascinaciones e influencias, las primeras, de cuando era niño y me gustaba tanto dibujar Mazinger Z y los Brutos Mecánicos, de cuando devoraba los tebeos del teniente Blueberry, dibujados por Giraud. Yo lo que quería era ser dibujante de western. Yo quería ser Giraud.

Cuando los críticos o los entrevistadores se ponen a comentar el tema de las influencias, siempre se sorprenden de no encontrar rastros claros en mi trabajo de ésas que yo cito como mis devociones más primitivas y, sin ninguna duda, banco de forja de habilidades y percepciones fundamentales para un dibujante. Pero es por lo que explicaba, creo, al principio de esta charla contigo. Se buscan las influencias obvias: un trazo de pluma o pincel similar al de tu maestro sagrado, la misma forma de dibujar el cabello de las chicas o de dar color con las acuarelas. Pero puede haber sedimentaciones más sutiles. Yo las veo claramente, es verdad que a posteriori, porque las tengo tan interiorizadas que las utilizo inconscientemente. Pero dime tú qué es la batalla de los ejércitos celestiales en mi Paraíso perdido sino una escaramuza entre apaches y soldados del 7º de Caballería. Y la secuencia de la escalera de Odesa en mi Potemkin. Esa habilidad para manejar grandes masas de personajes en movimiento, para dibujar caballos y el repertorio gestual de un combate… Todo eso es Giraud, todo eso es fruto de años y años copiando tebeos de Blueberry. Veo clarísimamente esas influencias hasta en tebeos en los que puede parecer imposible rastrearle: en La Torre Blanca hay la misma relación personaje/desolación, personaje/amplitud, personaje/paisaje metafísico que en los tebeos de Giraud/Moebius. La única diferencia es que mis personajes se mueven por una playa y los de Giraud por un desierto.


Quizá porque al final todas estas dualidades que planteas vienen a ser sinergias que solo puede propiciar un lenguaje artístico como el cómic. De hecho en los últimos tiempos hemos asistido a una evolución del medio que ofrece gran diversidad de géneros, estilos y formas. Actualmente podemos ver trabajos que reflejan un camino completamente diferente, como una especie de híbridos entre el cómic y la ilustración, con ausencia de normas tradicionales…podría ser el caso de Lo que más me gusta son los monstruos, de Emil Ferris… ¿que opinión te merecen este tipo de trabajos desde el punto de vista de la evolución del lenguaje o desde aquello que entendemos tradicionalmente como historieta?

Suponen, por una parte, la constatación de una sospecha largamente reflexionada: el cómic no da un buen acomodo a cierto tipo de historias que se salgan del humor, lo bizarro o el género de aventuras. O bien las convierte en una peliculita de papel o bien las infantiliza de algún modo, quizá por esa naturaleza tan dinámica del medio, donde todo está como lleno de movimiento y de ruido (globos, cartelas, onomatopeyas, líneas cinéticas, viñetas de diferentes tamaños y velocidades…) aunque nada se mueva ni suene. Y hay un tipo de historias que no quedan bien si se les aplica estrictamente el abecedario de la historieta.

Por otra parte, obras como la que citas demuestran, en mi opinión, que no es exacto eso tan cacareado de que el cómic no tiene fronteras y de que es un medio donde cabe todo (para mí no supone ningún problema que sea un medio acotado y que sirva, sobre todo, para unas cuantas cosas; ¿por qué tendría que servir para todo? ¿En serio es ésa una virtud?). Cada vez veo más claramente que los distintos medios sirven para propósitos diferentes y ahora me doy cuenta de que he funcionado como autor de esta manera desde siempre. Cuando se me ocurre una idea, lo siguiente que me viene a la mente es en qué formato esa idea va a tener un acomodo mejor. A veces, opto por el cómic; otras veces, veo claramente que esa idea requiere un tratamiento de libro ilustrado; en ocasiones, esa idea da para desarrollarla en una canción.

Creo que todo esto que digo ha sido entendido o, por lo menos, intuido (aunque seguramente se negarían a reconocerlo) por muchos de los nuevos autores que, aunque son etiquetados como «ensanchadores de las fronteras del cómic», en realidad lo que están haciendo es alejarse de él, construir un nuevo híbrido que dé respuesta a sus intereses, buscar una nueva interacción palabra/imagen que, es verdad, aplica muchos recursos de la historieta pero también, y cada vez más, del álbum ilustrado (un formato maravilloso infrautilizado por haberlo condenado al monopolio de la literatura infantil). En definitiva, que yo, lo que veo es que, más que expandirse el cómic, tal cual, lo que está sucediendo es que se están buscando copulaciones diferentes a las tradicionales (el cine, la animación…). La novela gráfica cada vez tiene menos de historieta y más de un nuevo híbrido que establece relaciones entre texto y dibujo que no pasan por lo estrictamente secuencial. Y me parece que el camino que proponen autores como Ferris es el camino más adecuado para poder competir con lo audiovisual, ya que no tratará de imitarlo (como a veces pretende el cómic) sino que podrá ofrecer algo muy distinto. Las aventuras, la épica, la espectacularidad, los efectos, los fuegos artificiales, las historias costumbristas… todo eso ya está en el cine digital, en las series y en los videojuegos. En el ámbito del libro de papel con dibujos hay que tratar los temas de otra manera.

 

Una de tus últimas obras, Potemkin, es un ejemplo claro de cómo el cómic puede mostrar de manera clara la fuerza y el poder visual que alberga un film como el realizado por Eisenstein en 1925. No sé si es correcta la denominación de adaptación de la película al cómic, aunque lo que sí queda claro es que tu propuesta narrativa que ofrece al lector páginas y viñetas con un enfoque similar al de una cámara, ofreciendo planos angulares y planos generales. Y del mismo modo te has acercado a la técnica cinematográfica, con un estilo a lápiz y carboncillo que casan a la perfección con el film, desarrollado una obra que, como dice Jordi Costa en el epílogo del libro: “Parece más antigua que la película de Eisenstein, como si fuera el cuaderno de notas venido de ninguna parte que permitiría al cineasta configurar un nuevo lenguaje para el cine…”. ¿Con trabajos como este, pretendes acercarte al cine o huir de él?

Lo primero, aclarar que, efectivamente, más que una adaptación de autor se trata de un homenaje a Eisenstein en su aniversario. Así me lo encargó la editorial, Zorro Rojo. Querían la película trasladada a viñetas, pero la película tal cual, con todo el texto del guión y las escenas más emblemáticas. Por tanto, no se trata de mi interpretación de la película ni de ninguna sesuda experimentación. Un homenaje y contar aquello en forma de cómic. En ese sentido, no es que me haya acercado a la técnica cinematográfica sino que era obligado hacerlo, porque se trataba de llegar a un lector que reconociera rápidamente la película y disfrutara con un producto atractivo, una especie de guiño, de souvenir o de producto para gourmets.

De hecho, el encargo me pilla en medio de un largo replanteamiento de mi trabajo donde precisamente lo que busco es alejarme de los recursos cinematográficos y beber de fuentes teatrales o del álbum ilustrado. Pero así es la vida, que siempre se burla de nosotros dándonos lo que pedimos a destiempo y de una manera que no era la que habíamos previsto.

Podríamos decir que la concesión del Premio Nacional de Cómic en 2016 supuso un antes y un después en tu carrera, sobre todo en términos de difusión y distribución, sin olvidar el reconocimiento que supone este galardón a tu trabajo. Y ahora has protagonizado otro hito que está al alcance de muy pocos, presentar tu última pieza, nada más y nada menos que en el Museo del Prado: El sueño de Malinche, un mediometraje dirigido por Gonzalo Suárez.  El cineasta tuvo claro que tenía que trabajar contigo cuando vio tus dibujos en El paraíso perdido. Se trata de una película dibujada que recuerda cómo una mujer contribuyó de forma decisiva a la conquista de México, utilizando la palabra como su mayor arma. ¿Cómo te has enfrentado a este proyecto y que ha supuesto ver tus dibujos en la gran pantalla de una de las pinacotecas más importantes del mundo?

En realidad, no he hecho más que dibujar interpretando un texto, es decir, lo de siempre, porque la película no es animada y el guión de Gonzalo Suárez es muy literario, totalmente embebido de su particular poética. Lo que cambia es, digamos, la parte técnica, la preparación de las imágenes para que las monte el técnico. En ese sentido, al principio, sobre todo, fue una labor ardua y un poco a ciegas porque ellos tampoco sabían decirme qué características de formato serían las ideales para realizar mi trabajo (nunca habían trabajado con dibujos; se trataba, para Gonzalo y sus ayudantes, también, de una exploración, a ver dónde nos llevaba aquello), con lo que fui probando guiado por el sentido común y el recuerdo de otras ocasiones (pocas) en que trabajé para formatos audiovisuales.

Así, como digo, al principio, Gonzalo me pidió unos dibujos simbólicos para recorrer con la cámara y, claro, eso requería un tamaño grande, dibujos de un metro de ancho o así. Luego cambió su forma de trabajar el montaje, ya no consistía la cosa en recorridos de cámara sino que comenzó a pedirme primeros planos, contraplanos, etc. Y entré en una fase en la que pude producir los dibujos con más rapidez. Porque esto fue, sobre todo, lo angustioso de este proyecto, la rapidez: había unos tiempos muy ajustados por producción y la faena era colosal.

En cuanto a lo de ver mis dibujos en pantalla grande y en el Prado, pues cosas que pasan en esta profesión tan hermosa como disparatada.

 

 

Al ver el film sucede algo maravilloso con tus dibujos: se muestran como elementos estáticos de una composición (entendiendo que es una película con dibujos no animados) pero al mismo tiempo se acercan al espectador gracias al movimiento de la cámara, cobrando vida y mostrando detalles que adquieren un poder visual fuera de lo común. Así vemos siluetas que se acercan desde la lejanía, cobrando vida y mostrando en primer plano la maestría de tu dibujo. Lo mismo ocurre con las texturas y el color, que en la gran pantalla se ofrecen con un enfoque poético que no llegaríamos a percibir de otro modo. ¿Has tratado de llegar a lo poético buscando que tus trazos y pinceladas estén acompañados por la música y las palabras que se escuchan en el film?

Más bien es al contrario, pues la música y las palabras precedían a la realización de las imágenes, así que lo que había que hacer era encarnarlas, revelarlas. Y para ello, encontrar la máscara poética adecuada. A mí me pareció que la película era como un descenso al Hades de la Historia, donde las sombras de sus protagonistas vagan en la tiniebla del tiempo, condenados a repetir el mismo gesto que les inmortalizó. Yo era como la cámara de Gonzalo Suárez, pero una cámara especial que, en vez de encuadrar y fotografiar lo que él ve, desocultaba y daba forma a lo que él quería ver.

Después, como el montaje y el concepto de la película eran cosa suya, él puso mucho énfasis en acercarse a las texturas y los matices del grafito y de los pasteles, estaba obsesionado con la poesía que puede desprender la materia pictórica aunque esté al servicio de un estilo figurativo y constantemente ampliaba la imagen a la caza de esos descascarillados, de esos restregados, de esas roturas del trazo y de la mancha de color que pueden ser muy emocionantes.

 

¿En qué porcentaje se divide tu trabajo en relación a lo que son encargos editoriales o de otros autores frente a tus propios proyectos personales?

El porcentaje mayor son los encargos, sobre todo de ilustración. Hay que tener en cuenta que es una profesión de la que vivo y los proyectos personales, cuando los acometo, no están cubiertos económicamente (los vendo al terminarlos). Eso supone que su realización se ralentiza, al tener que interrumpirlos para realizar trabajos que llegan con contrato y anticipo y que me permiten llenar la despensa y, de nuevo, retomar el proyecto durante unos meses.

 

Precisamente ahora, estás trabajando en algo enteramente tuyo: Tres descensos, una historia  que has tenido aparcada desde hace bastante tiempo. En algún momento has afirmado que se trata de tres historias que funcionan exclusivamente en tebeo, sin pretender hacer ninguna novela. Además, parece que regresarás con esta historia  a tu línea más poética. ¿No habías tenido tiempo hasta ahora para este proyecto o quizá es que ha llegado el momento idóneo en tu carrera para llevarlo a cabo?

Bueno, en realidad llevo con el proyecto desde 2011 o así y habré reescrito el libreto ya unas cuatro veces, y otros tantos storyboards. Ahora veo que le han venido muy bien las interrupciones que ha sufrido en estos años para realizar El Paraíso perdido, El sueño de Malinche y Potemkin, porque, cada vez que lo he retomado, he visto con mucha claridad sus carencias. Aquellos proyectos, sobre todo, El Paraíso perdido, me embarcaron en una profunda reflexión sobre lo que había hecho hasta entonces y sobre lo que pretendía hacer a partir de ahí. Algunas de estas cavilaciones ya han quedado apuntadas, me parece, en respuestas anteriores.

Esta nueva historia nace de la conjunción de un paseo por la Plaza de la División Azul, completamente desierta, una mañana de domingo, temprano; de la lectura de una entrevista al poeta Guillermo Carnero, en la que se preguntaba cómo era posible que una vida basada en los ideales de la Cultura fracasara; y de una visión recurrente que comencé a dibujar una y otra vez: una liebre que corre por las calles desiertas llevando un pájaro atado con un cordel. En principio, he planteado el proyecto como una trilogía, tres viajes al otro lado del espejo.

Y, claro, como ocurre siempre con las obras que yo mismo escribo, no se trata exactamente de una historia sino que es, más bien, algo a resolver en estampas poéticas, más cercano al relato entendido a la manera de Eloy Tizón («todo concentrado pero, al mismo tiempo, una sensación de expansión») que a la novela. Por eso me has oído decir lo de que son historias o no-historias que funcionan solamente en tebeo, sin pretender emular otros medios. El cómic, trabajado de forma poética, convirtiéndolo en ese nuevo híbrido de palabra-dibujo que comentábamos antes, permite desarrollar argumentos, ideas y elaborar imágenes que quedarían francamente extrañas, o ridículas, o que serían inviables por necesitar de farragosas descripciones, en otros medios.

 

 

En una ocasión, un dibujante italiano al que tengo en alta estima dijo que la historieta podía ser un arte, pero que no le correspondía a él llamarse artista. Por eso se definía como autor de historietas. Se veía más como un artesano porque junto a él trabajaban coloristas, rotulistas e incluso dibujantes que le ayudaban en sus ambientaciones.

Querido Pablo, viéndolo de este modo, hay tanto trabajo y tanta pasión desde que un autor percibe su primera idea sobre una historia hasta que llega en forma de libro a las manos del lector que, solo puedo mostrarte todo mi agradecimiento por tu arte, por tu trabajo y por estas semanas de maravillosas conversaciones.

 

Por Paco Linares

Esta entrevista se publicó en el número 24 de Opticks Magazine ‘Odisea’, puedes leerla pinchando aquí.

 

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