EL JARDÍN DE VIDRIO

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Ocurre a veces, cuando te alaban de manera reiterada un libro y tienes la oportunidad de leerlo, que tus expectativas respecto a él han llegado a ser tantas y tan variadas, que rara vez se cumplen.

En mi caso, y sé que es un defecto, porque los elogios hacen que eleve el nivel de exigencia y analice lo leído con más rigurosidad que de ordinario.

Eso me sucedió con el libro anterior de Tatiana Tîbuleac, El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, y ha vuelto a sucederme con el que hoy traigo a Opticks de la autora moldava, El jardín de vidrio, que acaba de editar Impedimenta.

En El jardín de vidrio, la protagonista, Lastochka, cuenta su historia en primera persona. Desde que a los 7 años la directora del orfanato en el que vivía la elige, de entre todos los huérfanos, para irse con la anciana Tamara Lavlovna,  que la necesita de ayudante en su recogida de botellas de vidrio por las calles de la ciudad; hasta que, ya adulta, ejerce como médico, tiene una hija con discapacidad y un marido que va y que viene.

En ocasiones, el relato adquiere la forma de una carta que la niña escribe a los padres que no conoció, recriminándoles su abandono. “Tal vez, al arrojarme a mí al hoyo, como si fuera basura, hayáis podido volar en esta vida tal y como soñabais: muy alto, libres”.

La narración no es lineal, avanza y retrocede según los recuerdos de Lastochka que, de alguna manera, corren parejos a la historia de Moldavia, que de 1918 a 1921 fue una república socialista soviética dominada por Rusia, y a partir de 1921, con la perestroika de Gorbachov, una república independiente.

Durante la época de la dominación soviética, el idioma oficial de la república fue el ruso, una lengua que Tamara Lavlovna hace aprender a la pequeña huérfana a base de golpes, insistiendo en que sin dominarla le será muy difícil ascender en la escala social.

A esta imposición se refiere la autora en el prólogo del libro. “Vivimos con la lengua moldava durante medio siglo, como vivirías con alguien a quien conoces de toda la vida y pierde la cabeza de la noche a la mañana… Me he preguntado muchas veces cómo puedes odiar la lengua en la que te sabes todos los cuentos y todas las canciones”.

El jardín de vidrio tiene 365 páginas y 167 capítulos, algunos de ellos muy breves. Los que prefiero son aquellos en los que Tatiana Tîbuleac se centra en la vida de la niña: el barrio que la acoge y las personas que viven en él: procedencias, costumbres, relaciones, historias personales… descrito todo con minuciosidad y realismo a la vez que belleza, mientras el tiempo pasa, las estaciones se van sucediendo, los niños crecen y aparecen amores y relaciones nuevas.

Son también reseñables los cambios en la anciana que recoge botellas que, en su dureza, no carece de ternura y cariño hacia su pequeña ayudante. O la propia evolución de la cría; la cual, tras la dramática experiencia del orfanato, quiere ver en ella a la madre que nunca conoció.

Sin embargo, no está nada claro el proceso que la lleva a ser médico ni la relación con el padre de su hija ni otras muchas cuestiones de su vida de adulta, así como el devenir histórico que conduce a Moldavia hasta la independencia.

Así que, en algunos momentos, el libro parece quedar reducido a un ejercicio de estilo excelente (Tatiana Tîbuleac escribe muy bien); no obstante, da la impresión que la intención que subyace tras ese ejercicio de estilo es que la historia resulte más larga.

Una historia que tiene como valioso hilo conductor la mirada crítica y reflexiva de la autora sobre el pasado y el presente de los protagonistas, pero que la incorporación a la misma de sucesos y detalles poco significativos, unido a las lagunas en el contenido a las que me he referido antes, restan agilidad y claridad.

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